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Por la paz que no conocemos



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“En ocasiones se me ha descrito como una especie de Bruce Wayne suramericano: un niño privilegiado que juró vengar la muerte de su padre asesinado por unos bandidos. Dispuesto a hacer pactos con el diablo y a tolerar todo tipo de abusos, con el fin de llevar a cabo mi ‘misión’ y sin importar el precio, entré a la política y llegué a la Presidencia—según quienes así piensan—para vengarme de las FARC y de todos los grupos de izquierda.”

La cita es del reciente libro de Álvaro Uribe No hay causa perdida, y aunque el mismo Uribe toma como falsa esa interpretación, ¿cómo más se puede leer el desespero y la aversión con la que fustiga a diario al presidente Juan Manuel Santos, su ex-discípulo, y a todo lo que le huela a una paz negociada con la guerrilla?

Uribe intentó una paz con los paramilitares, a quienes les ofreció concesiones importantes en temas de cese de hostilidades, impunidad, reparación de víctimas y participación política,  pero ahora no permite que el país se la juegue por la reconciliación con las Farc. Es como si su guerra contra las Farc se pudiera ganar solo con más muertes, como si no importara que el país se siguiera desangrando, como si para él firmar la paz fuera algo de cobardes o como si el perdón diera vergüenza. Todo esto porque la paz de Santos amenaza su proyecto de país y porque para el uribismo en la guerra tiene que haber un vencedor y un vencido. Uribe sin guerra sería el desvanecimiento de Uribe.Su carrera política ha estado enfocada en la “seguridad” desde los años tempranos en los que fue director de la Aeronáutica Civil. Luego, como gobernador de Antioquia, tuvo el margen de maniobra suficiente para impulsar la creación de los grupos de autodefensas mal-llamados “Convivir.” Y durante su presidencia, impulsó un modelo de desarrollo para el campo basado en el fortalecimiento del estatus quo en un país con uno de los índices de desigualdad más altos del mundo. Sus políticas replicaron la tendencia de las últimas décadas de darle más importancia a la producción y a la protección de los terratenientes que a la función social de la tierra y de los pequeños campesinos.

El sector político que le apuesta al sometimiento del enemigo y pretende una rendición sin negociación, es el mismo que cosecha los beneficios políticos de la guerra y del discurso de la seguridad. Santos no es ningún mesías abrazador de las causas sociales, pero en su ambición de pasar a la historia, sabe que hay que modernizar el país; entiende que esto no es posible sin la creación de una clase media en el campo; sin el fin de un conflicto que aprisiona la tierra; sin negociaciones que den mejor acceso a ella y mejores condiciones para producir; y sin el beneplácito de la comunidad internacional.

Uribe no es el Bruce Wayne suramericano; es más peligroso. Una victoria para Óscar Iván Zuluaga sería la máxima evidencia de que este país tan temeroso prefiere la venganza al perdón. Porque el uribismo sabe que en estas elecciones el miedo al cambio ha invadido a los electores, mientras que el conflicto es la continuación de lo que ya conocemos.

Santos, quien conoció y ejecutó el modelo de la guerra, tiene suficientes elementos para ser capaz de apostarle a un cambio. ¿Será muy romántico pensar que darle la mano a un guerrillero y ofrecerle trabajo es preferible que acecharlo hasta que caiga en el monte?

La reelección de Santos no garantiza la paz, pero sí el compromiso de intentarlo y de hacer el esfuerzo por lo menos de firmarla. El otro camino ha sido recorrido ya por más de cincuenta años y las tragedias son incontables. Como bien ha dicho el juez Diego García Sayán de la Corte Interamericana de Derechos Humanos, “la paz como producto de una negociación se ofrece como una alternativa moral y políticamente superior a la paz como producto del aniquilamiento del contrario.”

Ya se sabe que el uribismo no se detiene por consideraciones como esta, pero quizá todos aquellos abstencionistas y votantes indecisos, víctimas de una de las campañas electorales más indecentes en la historia reciente de Colombia, sí lo hagan.

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