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¿Dónde está el Macron latinoamericano?

Reading Time: 9 minutesLa región es joven, pero muchos de sus presidentes ya pasaron la edad de jubilación. AQ fue a Chile buscando una nueva generación de líderes.
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Fernando Vergara/AP; Macron: Sean Gallup/Getty

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El primer día de Gabriel Boric como congresista fue de todo menos aburrido.

Boric, de tan solo 28 años, llegó con una barba rala, un abrigo beige y una camisa sin corbata, lo que causó un alboroto en uno de los santuarios más estirados del país más estirado de América Latina. Algunos congresistas lo acusaron de ir contra el decoro y le pidieron al presidente de la cámara que interviniera. “Me importa bien poco cómo me juzguen por mi pinta”, respondió Boric. “Yo vine al Congreso a trabajar, no a hablar de moda”.

La televisión chilena y las redes sociales del país enloquecieron, como Boric seguramente sabía que lo harían. Él fue uno de los líderes de las protestas estudiantiles que crearon titulares internacionales en 2011 con sus “besatones” y sus enfrentamientos con la policía antidisturbios, así que Boric ya tiene experiencia de provocador. Pero de la anécdota también surgió una pregunta interesante: ¿Serían Boric y los otros tres manifestantes de veintitantos años que fueron elegidos al Congreso chileno en 2013 (Giorgio Jackson, Camila Vallejo y Karol Cariola) capaces de completar la transición del activismo de “flashmob” a las llamadas de lista y las sesiones de comités?

Boric, ahora de 31 años, sigue sin usar corbata, pero tiene mucho respeto por varios de sus colegas. “Hay quienes creen que los congresistas no trabajan”, Boric le dijo a AQ recientemente mientras tomábamos café en la cafetería del Congreso. “Quiero decir, tiene que haber algunos que no hacen nada. Pero la mayoría trabaja muy duro”. Su manera de ser, auténtica y reflexiva, y su ética laboral (ha asistido al 92 por ciento de las sesiones legislativas) han sobresalido en una cámara que, como otras alrededor del mundo, muchos consideran que está alejada de los ciudadanos, que está gobernada por reglas tontas y que está a la venta al mejor postor. El resultado: Boric es ahora el segundo político más popular en Chile, con una tasa de aprobación del 45 por ciento. Jackson, su colega de 30 años, está justo detrás de él con el 41 por ciento.

Al mismo tiempo, Boric admite que el trabajo ha sido “agotador”. Buena parte de sus propuestas, como un proyecto de ley que reduciría el salario de los congresistas (incluido el suyo), no ha progresado. Ser parte del Congreso puede ser como “asistir a una misa sin Dios”, me dijo Boric, pues “sigues un montón de rituales, pero el poder está en otra parte. … Tienes que recordarte constantemente por qué estás aquí”.

Cuando Boric me dejó para irse a votar, noté a un mesero ya de edad que usaba un chaleco y un corbatín que miraba cuidadosamente al congresista. “¿Qué te parece ese tipo?”, le pregunté una vez que Boric ya no nos podía escuchar, esperando alguna respuesta mordaz. Pero la respuesta me sorprendió: “¡Muy bueno tener gente joven!”, dijo sonriendo. “Se necesita sangre nueva”. Sí, incluso el mesero en la cafetería del Congreso lo entiende: la política latinoamericana necesita desesperadamente un movimiento juvenil.

Una generación con canas

Hubo un período a finales de la década de 1980 y a principios de la siguiente, cuando buena parte de la región estaba saliendo de dictaduras de la Guerra Fría, en el que muchos presidentes tenían entre 40 y 60 años. Pero en buena parte de América Latina esa misma generación sigue dominando la política hoy en día. Entre los líderes elegidos democráticamente, Pero Pablo Kuczynski de Perú es el gobernante más viejo, con 78 años, aunque no es en absoluto el único en este grupo de edad: tanto Tabaré Vásquez de Uruguay (77), como Michel Temer de Brasil (76), Juan Manuel Santos de Colombia (65) y Michelle Bachelet de Chile (65) podrían jubilarse legalmente en sus respectivos países. Si nos enfocamos en los Congresos, podemos ver que las entradas de calvicie son solo ligeramente más pequeñas. La edad promedio del Congreso de Chile es de 50, incluso contando a Boric y a sus coetáneos. Es aún peor en Brasilia, donde apenas un cuarto de los congresistas tienen menos de 45 años. Esta es una región en la que la edad media es 30, aproximadamente.

Esta brecha de edad no es necesariamente un problema. Kuczynski es una prueba de que un líder de edad mayor puede tener una mentalidad moderna. Pero consideren que ninguno de los presidentes mencionados más arriba tiene una tasa de aprobación por encima del 28 por ciento. Solo el 6 por ciento de los chilenos tienen una opinión positiva de su Congreso; en Brasil, solo el 3 por ciento. Esto sugiere que hay una desconexión que es por lo menos en parte generacional y que demuestra un apetito más generalizado por una renovación. De hecho, tras las recientes elecciones en Francia, muchos en la región se están preguntando, con celos, ¿Dónde está el Macron latinoamericano? ¿Dónde están los líderes jóvenes y modernos que pueden llevar la política de la región firmemente al siglo XXI?

“Alguien que sea sensible, elocuente, culto, abierto al mundo, con una gran habilidad de debatir … de repente todos estamos buscando a alguien (como Macron)”, escribió Valeria Moy, una prominente intelectual mexicana, en una columna reciente en El Financiero. Algunos han aventurado nombres: la página en línea colombiana Las 2 Orillas recientemente comparó a Iván Duque, un senador y posible candidato presidencial para 2018, con Macron. Ambos tienen 39 años y son de centro. El líder de la oposición mexicana Ricardo Anaya, de 38 años, ha sido objeto de comparaciones similares, aunque el sustituto más cercano de la región puede ser María Eugenia Vidal, la carismática gobernadora de 43 años de la Provincia de Buenos Aires. Pero ninguno de ellos ha logrado llegar al máximo cargo y siguen siendo excepciones a la regla.

Para entender mejor cómo podría ocurrir un cambio en las aguas generacionales, viajé a Chile en junio, asumiendo que sería campo fértil para una variación de este tipo. Después de todo, el país ya tiene un grupo prominente de jóvenes políticos aguerridos y sus elecciones generales están programadas para noviembre.

Quizás inevitablemente, lo que encontré fue más complejo. Los dos candidatos que lideraban las encuestas eran un expresidente de 67 años y un expresentador de televisión de 64. Otro expresidente, de 79 años, acababa de retirar su campaña. Cuando le pregunté a Jaime Parada, un joven concejal de la capital, sobre la relativa ausencia de caras nuevas, comenzó a reírse. “En Chile sufrimos de una suerte de gerontofilia, no sexual, sino política”, dijo Parada. “Pero no somos los únicos. Puedes ver esto en muchos lugares”.

De hecho, Chile terminó teniendo más en común con la región de lo que me esperaba. El país también venía con una nota de advertencia: quienes deseen una revolución juvenil, quizás deberían tener cuidado con lo que desean.

Un paraíso para el crecimiento

Llegar a Chile desde cualquier otra parte de América Latina puede sentirse como aterrizar en Marte: es árido, helado, inquietantemente silencioso y no se ve para nada como sus vecinos. Hay nuevos túneles y líneas de bus y de tren que cruzan al área metropolitana de Santiago. Hay edificios de oficinas y de apartamentos relucientes por todas partes. Claro, hay problemas: el tráfico es terrible, el crimen está aumentando y, por fuera de algunos enclaves afluentes como Providencia y Las Condes, la mayoría de clase trabajadora lucha día a día por sobrevivir. Pero incluso en La Florida, una ciudad satélite polvorienta de 360.000 habitantes donde pasé un día, la gente habla de su futuro con un optimismo que simplemente no se escucha a las afueras de São Paulo o de la Ciudad de México.

“Las expectativas son increíblemente altas”, dijo Patricio Navia, un profesor de ciencia política y columnista que reparte su tiempo entre Santiago y Nueva York. “La gente compara su vida no con Portugal o con España, sino con Dinamarca y con Suecia”.

¿Y qué hay de Argentina y Brasil?, le pregunté.

“Oh”, Navia me dijo casualmente, “la gente cree que dejamos a América Latina hace mucho tiempo”.

Una narrativa común dice que el modelo económico chileno neoliberal que favorece a los negocios, que fue adoptado en la década de 1980 durante la dictadura de Augusto Pinochet y que ha sido mantenido por los gobiernos democráticos que han venido desde entonces, solo ha beneficiado a los ricos. Esto simplemente no es cierto. Entre 1990 y 2003, la pobreza cayó del 38.6 por ciento al 7.8 por ciento. Los indicadores sociales también mejoraron y la expectativa de vida del país es ahora la más alta de Suramérica, 79,1 años. Con el crecimiento de la clase media, el número de estudiantes inscritos en educación superior aumentó de 250.000 a 1,2 millones. Una prueba del atractivo de Chile es el gran número de inmigrantes de Venezuela, Haití, Colombia y otros países. En el restaurante en el que me reuní con Navia, ambas meseras eran argentinas. “Puedes crear una vida aquí sin preocuparte por quién es el presidente”, una de ellas me dijo. “Nunca pienso volver”.

Sin embargo, al principio de la década actual, muchos chilenos estaban hablando de un “malestar económico”. El enfoque fue puesto en la desigualdad, que sigue siendo muy alta, a pesar de una modesta mejoría durante la primera década de este siglo. Una serie de escándalos de corrupción pusieron a prueba la imagen que Chile tenía de sí mismo como el país más impoluto de la región. Al mismo tiempo, el crecimiento económico, que promedió 5,5 por ciento entre 1984 y 2009, apenas ha llegado al 2 por ciento en años recientes. Si esto es el resultado de la recesión global, de la caída de los precios del cobre y de otros productos básicos chilenos, o de malas decisiones de políticas públicas domésticas es debatible. Pero el impacto en la percepción pública fue evidente.

“La gente siente que su situación es frágil”, me dijo Harald Breyer, director del Centro de Estudios Públicos, una prominente firma de encuestas y think-tank. “Algunos quieren que el gobierno haga más para protegerlos”.

Ese es el espacio que los miembros de las protestas estudiantiles de 2011 han intentado ocupar en el Congreso y en otras partes. Inicialmente, se tomaron las calles pidiendo que las universidades fueran gratuitas, pero ahora están impulsando una reforma educativa más amplia, están buscando abolir el sistema privado de pensiones en Chile y quieren una nueva Constitución que reemplace la de 1980, que fue redactada durante la dictadura. Camila Vallejo, a quien el New York Times llamó “la revolucionaria más glamurosa del mundo” en 2012, y quien a sus 29 años tiene una curul en la Cámara de Diputados como miembro del Partido Comunista, me dijo que su generación no se siente limitada por tabúes de la era de Pinochet.

“Vivimos en una suerte de Apartheid en el que hay una nación pero dos sistemas”, dijo, señalando la educación y la salud como ejemplos y criticando fuertemente el modelo económico chileno “extractivista” y dependiente de productos básicos. “Necesitamos grandes cambios”.

Le pregunté a Vallejo (quien, a diferencia de los otros cuatro congresistas que hicieron parte de las protestas estudiantiles, es parte de la coalición del gobierno de la presidenta Bachelet): ¿Por qué replantear una economía que, en general, ha beneficiado a la mayoría, si no a todos, durante el último cuarto de siglo? “Es verdad que no somos un país africano, con hambre”, me respondió. “Pero buen desempeño macroeconómico no quiere decir que haya felicidad”. Ella no es la única con esta opinión: Boric me dijo que su sueño a largo plazo es “un país sin clases”.

“Despertamos a un monstruo”

Esto plantea una pregunta obvia: ¿La próxima generación de líderes se asemejará más a Emanuel Macron, o a Bernie Sanders?

Muchos chilenos le restaron importancia a la posibilidad de un cambio drástico, tanto hacia el socialismo como hacia otra cosa. “Los votantes no creen que el país vaya por mal camino. Solo quieren llegar más rápido a la tierra prometida”, me dijo el profesor Navia. Parada, el concejal, le hizo eco a esta declaración. Él es de izquierda pero critica a Boric y a algunos otros por apoyar propuestas “irrealizables”. “Por eso es que no tienen la trayectoria de Macron”, añadió Parada. Él y otros más señalaron a los dos candidatos relativamente moderados que lideran las encuestas para la presidencia: Alejandro Guillier, un independiente de izquierda, y Sebastián Piñera, un multimillonario de centro-derecha que fue presidente entre 2010 y 2014. Se espera que ninguno haga cambios drásticos.

Pero algunos fueron menos optimistas y señalaron la extrema popularidad de los congresistas en un sistema en el que los partidos políticos tradicionales tienen una tasa de aprobación de tan solo el 6 por ciento. “Ya están poniendo la agenda”, habiendo logrado que la presidenta Bachelet se moviera hacia la izquierda en temas como educación, dijo Rodrigo Cerda, un profesor de la Universidad Católica de Santiago. Las protestas han continuado en varios campus universitarios e incluso en centros comerciales. Y aunque hay algunos líderes jóvenes prominentes en el centro y en la derecha, como el congresista Felipe Kast, de 40 años, no han despertado el mismo entusiasmo. Rodolfo Carter, el alcalde de derecha de 46 años de La Florida, dijo que recientemente le advirtió a Piñera que si gana las elecciones pero fracasa como presidente, “estos radicales te van a reemplazar”.

“No entienden que el sistema, con todas sus debilidades, es mejor que lo que teníamos antes”, me dijo Carter. “Despertamos a un monstruo que aumenta las expectativas que tiene la sociedad por incluir cosas que no podemos pagar”.

Le pregunté si los jóvenes podrían moderar sus opiniones con la edad, poniendo como ejemplo a Fernando Henrique Cardoso, el profesor de sociología que alguna vez fue marxista y que, como presidente de Brasil en la década de 1990 estuvo a cargo de una amplia reforma de libre mercado. “No veo a un Cardoso en ese grupo”, respondió Carter. “¿Y por qué deberíamos sufrir mientras que ellos aprenden?”.

Antes de dejar Chile, me reuní con Ricardo Lagos. Lagos fue un exitoso presidente de centro-izquierda entre 2000 y 2006. Ahora tiene 79 años y acaba de abandonar su campaña presidencial después de no registrar bien en las encuestas. Por todo el vestíbulo había cajas de cartón sin abrir, llenas de materiales de campaña, junto a medallas y títulos honorarios enmarcados.

Le pregunté a Lagos qué esperaba de la próxima generación de chilenos.

“Bueno”, dijo lentamente, “no sé si querrán a un Macron o a un Trump”.

Mis ojos seguro estaban a punto de salirse de sus órbitas, pues Lagos se retractó rápidamente. “Pero no, no, no lo creo”, siguió. “El problema aquí es la desigualdad, como siempre lo ha sido. Y es más fácil sacar a la gente de la pobreza de lo que es satisfacer a la clase media.

“Ahí es donde estamos ahora. Ese es el reto”, dijo. “Recaerá en caras nuevas”.

Brian Winter es el director general de Americas Quarterly. Pasó una década viviendo en América Latina como corresponsal de Reuters y es el autor de cuatro libros sobre la región. Como Macron, tiene 39 años.

 

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Winter is the editor-in-chief of Americas Quarterly and a seasoned analyst of Latin American politics, with more than 20 years following the region’s ups and downs.

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