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La reforma de la CIDH en tiempos de funerales



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A pocos días del 22 de marzo, fecha en que se realizará la Asamblea General de la Organización de Estados Americanos (OEA) en donde se definirá el futuro de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH), las apuestas están más altas que nunca.  Los países de la Alianza Bolivariana para los Pueblos de Nuestra América (ALBA), encabezados por Ecuador y Venezuela, están en una campaña de último minuto que les garantice el apoyo político para inutilizar el único órgano de la OEA con alguna relevancia para la protección del estado de derecho en las Américas.

Hoy 11 de marzo se realiza una inédita reunión en Guayaquil, a la que asistirán los estados parte de la Convención Americana de Derechos Humanos y será presidida directamente por el Presidente Rafael Correa. Esta reunión ha sido ideada por Ecuador con el único fin de reunir a los países y llegar a acuerdos globales más rápidos, sin la intervención de Estados Unidos y Canadá; y en la comodidad de una privacidad que no ha logrado alcanzar en la OEA. Todo esto ocurre dentro de un ambiente político enrarecido por el fallecimiento del mandatario venezolano Hugo Chávez y las obvias interrogantes que deja su partida, tanto sobre el futuro de Venezuela, como sobre la continuidad de sus alianzas regionales.

Tras casi dos años de deliberaciones, los acuerdos en el Consejo Permanente de la OEA siguen siendo lentos y esquivos. La meta es que antes del 22 de marzo los embajadores acuerden un proyecto de resolución que permita a sus cancilleres adoptar una decisión sobre el futuro de la CIDH.  El impulso y apoyo que hace unos meses tenía el ALBA se ha visto reducido, gracias a que países importantes en la región han tomado un rol más protagónico en la discusión. En México, Colombia, Brasil y otros países, la presión pública ha llevado a que los gobiernos opinen públicamente y no sigan acompañando con un negligente silencio la agenda del ALBA.

Ante una mayor discusión de las reformas, la aprobación de un borrador de propuesta se ha vuelto una tarea interminable. El Consejo Permanente debe darle una recomendación a la Asamblea respecto de cada una de las 53 recomendaciones propuestas hacia finales del año 2011. Escribir un texto a 34 manos—el número de países de la OEA—es una cuestión compleja. A menos de dos semanas de la fecha final, se ha concertado menos del 10 porciento del proyecto de resolución.

Esto preocupa a Ecuador. Por un lado, nada de lo aprobado hasta ahora tiene el alcance inicialmente planteado por el ALBA—limitar abiertamente la capacidad de la CIDH para hacer su trabajo. Por el otro, el agotamiento ya es notorio en la OEA. La mayoría de Estados espera terminar el tema de fortalecimiento del sistema de derechos humanos con la Asamblea General del 22 de marzo. A esta posición se sumó recientemente el Secretario General de la OEA, José Miguel Insulza. Algo que también debe preocupar a Ecuador, pues Insulza ha sido hasta ahora uno de sus aliados más instrumentales en este proceso.

La reacción de la diplomacia ecuatoriana no se ha hecho esperar. El canciller Ricardo Patiño tiene como prioridad número uno la reforma a la CIDH y para asegurar apoyos se lanzó a una gira regional para convencer uno por uno a los gobiernos latinoamericanos. La puntada final de la campaña es una propuesta presentada a última hora por Nicaragua: proponerle a la Asamblea General que, como no hubo acuerdo hasta ahora, abra el camino para una reforma a la Convención Americana de Derechos Humanos que pueda ser discutida de aquí al segundo semestre de 2014.

No se trata de medidas desesperadas, sino de propuestas coordinadas. De hecho la discusión ha llegado tan lejos gracias a esta estrategia que combina propuestas extremas con persuasión directa. La propuesta inicial se rechaza, pero en la negociación se va ganando poco a poco. Y estos avances los pretende capitalizar el Presidente Correa en la Asamblea General del 22 de marzo a la cual ya confirmó su asistencia.  

Habiendo llegado tan lejos, Correa no quiere que se le queme el pan en la puerta del horno. Sabe que Venezuela, su aliado más poderoso, tendrá que invertir ahora tiempo y capital político para garantizar estabilidad interna, descuidando su liderazgo regional. Algo a lo que otros países y tendencias—como la de la izquierda brasilera—esperan sacarle provecho. Después de haber invertido tanto, e incluso de haberlo convertido en un empeño personal, el Presidente Correa no pretende levantarse de la mesa con las manos vacías. Dirá él que se lo debe a sí mismo y a su fallecido amigo, Hugo Chávez.

 

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