A finales de 2002, empresarios, trabajadores y algunos medios de comunicación venezolanos unieron fuerzas e iniciaron una paralización nacional en protesta al gobierno del entonces presidente Hugo Chávez, que acababa de sobrevivir a un golpe de estado ocho meses antes. Durante 62 días, negocios, bancos y hasta puestos de gasolina permanecieron cerrados incentivando a la creatividad para garantizar el abastecimiento. La punta de lanza del paro fue la estatal petrolera Petróleos de Venuezuela (PDVSA) que aporta cerca de 80% del PIB nacional. Contra todo pronóstico, Chávez consiguió capotear el embate y, así como del golpe, salió fortalecido y esclarecido: en pocos meses reestructuró la Fuerza Armada Nacional y la directiva petrolera, creó una red estatal de distribución de alimentos, decretó un control de divisas y fijó precios por decreto para algunos productos de la cesta básica. La experiencia nunca se repetiría.
Desde entonces, conseguir es un verbo clave en la vida de los venezolanos. Conseguir dólares, medicinas, alimentos, carros, autopartes, equipos electrónicos, productos de higiene y cuidado personal. El control cambiario dificultó el acceso a las divisas, crucial en un país donde 80% de los bienes son importados, en tanto que no flexibilizar los precios de los alimentos desestructuró al aparato productivo e impulsó la escasez. Ambos procesos sirvieron para que surgiese un mercado negro que determina los absurdos de la economía venezolana.
Según los reportes del Banco Central de Venezuela, la escasez alcanzó su punto más alto en enero de 2008, cuando el índice cerró en 24,7%, sin embargo, 2013 ha estado marcado por las dificultades para completar un mercado mensual. En años previos, uno o dos rubros faltaban simultáneamente, pero en estos momentos ítems como carne, pollo, harina, leche, mantequilla, jabón de baño, crema dental y papel higiénico están ausentes o con poca distribución. Imágenes de venezolanos peleando por empaques de pollo o paquetes de harina han sido éxitos de audiencia en internet, ahora la historia alcanza se extiende a otro nivel.
Nicolás Maduro, presidente y heredero político del fallecido Hugo Chávez, ha intentado demostrar que sus críticos se equivocan al cuestionar la golpeada situación económica nacional. Medidas como adelantar la Navidad por decreto y crear un Viceministerio para la Suprema Felicidad del Pueblo van en esa dirección. En medio de una aguda crisis signada por una inflación de más de 54%, 22,4% de escasez de productos y un dólar paralelo diez veces más caro, Maduro decidió la semana pasada llevar los controles a nuevos planos y anunció una “guerra” contra los comercios que según sus informaciones, especulan y remarcan los precios. Sus anuncios de inspección a grandes cadenas comerciales, desataron una ola de saqueos que se suma a ese álbum de imágenes decadentes que retrata la Venezuela contemporánea.
Videos que mostraban a ciudadanos de clase media y a efectivos de la Guardia Nacional—que debería servir de resguardo—robando televisores pantalla plana de la primera tienda amenazada por el Gobierno no indignaron al Presidente.Por el contrario, Maduro justificó los saqueos y lanzó su dedo acusador sobre otros comercios de grandes proporciones. La reacción puede explicarse puesto que el fantasma de una rebelión popular en 1989 aún está latente en la memoria de los venezolanos. Durante El Caracazo, como fue conocido el estallido ciudadano contra el paquete económico del entonces presidente Carlos Andrés Pérez, se registraron decenas de saqueos espontáneos. El alzamiento marcó el principio del fin de una era.
Tal vez con estos recuerdos en mente, Maduro reacciona como el sindicalista que se volvió director de la fábrica: dice estar del lado de “la lucha laboral”, cuando su trabajo es administrar la empresa.
Tras una década de experimentos administrativos en el chavismo, el Gobierno ha decidido aumentar los controles: además de incrementar la lista de productos con precios controlados, las ganancias de las empresas también deberán ser definidas por el Ejecutivo. De esta forma, Maduro y su gabinete económico aspiran a reducir la inflación, mejorar los estoques de productos, e incentivar al depauperado aparato productivo.
La Ley Habilitante, aprobada el martes pasado por el Congreso Nacional, faculta a Maduro para legislar por decreto sobre éste y otros temas en el lapso de un año. Aunque la oposición política lo considera un abuso de poder, en la práctica es sólo la legitimación de una figura porque la bancada oficialista del Legislativo tiene dominio suficiente para crear los instrumentos que el Ejecutivo requiera o simplemente, quiera.
Su antecesor y padre político, Hugo Chávez, siempre recurrió al uso de los poderes especiales para promulgar polémicos instrumentos que salían de su puño y letra y que eran indispensables—según él—para crear un nuevo país, un nuevo orden social y económico. No es de extrañar entonces que Maduro afirme que lo que Venezuela necesita en este momento no es diálogo, ni incentivo a las inversiones, mucho menos sincerar la economía, lo que hace falta son más leyes, controles y burocracia.
Maduro pide poderes especiales para “luchar” contra “los comerciantes enemigos de la patria”, pero tal parece que en realidad necesitará superpoderes para encarar el tsunami económico que heredó de Chávez, quien durante 14 años hizo gala del poder que no tuvo ningún otro presidente en la era democrática venezolana.