Una versión resumida de este artículo fue publicada el 10 de enero de 2013 en La Tercera.
La decisión está tomada. Cuenta con el apoyo total del partido de gobierno, los militares, y las cortes. El 10 de enero, la República Bolivariana de Venezuela se convertirá oficialmente en la primera república bicéfala de América.
El presidente en ejercicio y re-electo Hugo Chávez convalece secretamente en la Habana, luchando contra “nuevas complicaciones” surgidas a raíz de su cuarta operación contra un cáncer que también es secreto. La constitución exige que el 10 de enero termine el mandato del gobierno actual (Chávez III), y tome posesión un nuevo gobierno (Chávez IV). Chávez no podrá presentarse a su gran ceremonia, y la idea de enviar al Tribunal Supremo a la Habana para juramentarlo por fin ha sido desechada por impráctica, aparte de vergonzosa para la soberanía de Venezuela y la dignidad del paciente que ni respirar puede.
La solución a este dilema de presidente-electo pero impresentable será no respetar la constitución. La juramentación que la constitución obliga será postergada. Con ello, un gobierno en ejercicio en las Américas ha declarado que tiene el poder de extender su tiempo en el poder, cosa que sólo los chavistas consideran un acto democrático. Para ellos, lo único democrático es respetar la soberanía del pueblo, que re-eligió a Chávez en octubre, cuando todavía decía que estaba sano. Vivo, muerto o enfermo, hay que respetar la “continuidad administrativa” de la revolución, dicen los chavistas. Lo demás es una “formalidad.”
Los chavistas están convencidos que con la decisión de no juramentar a nadie están garantizando la continuidad de la revolución, pero no ven el riesgo político al que se están exponiendo. Sin un presidente juramentado, quedarán dos figuras grandes dentro del chavismo disputándose el poder: el vicepresidente y canciller del (no-saliente) gobierno Nicolás Maduro y el presidente electo de la Asamblea Nacional Diosdado Cabello. Estas dos cabezas han querido dar muestra de unidad, pero quién sabe hasta cuándo. Por ahora, en lo único que han estado de acuerdo es que ninguno de ellos debe ser juramentado presidente—veto mutuo.
Maduro y Cabello representan dos corrientes no sólo diferentes sino casi antagónicas dentro del chavismo. Maduro es un comunista radical. Se le ve muy cercano a Cuba y muy lejano de Venezuela, ya que por los últimos 6 años, canciller al fin y al cabo, se ha pasado recorriendo el mundo pactando asociaciones estratégicas, a menudo con los regímenes más herméticos del momento como Cuba, Libia (de Qadaffi), Siria, e Irán. Cabello en cambio no tiene experiencia internacional, ni contactos con Cuba, ni contó con la bendición de Chávez para ser sucesor. Pero a diferencia de Maduro, a Cabello le sobran contactos con su pueblo. El problema es que no todos estos contactos son motivos de gloria revolucionaria. Cabello fue militar y gobernador del importante estado de Miranda (el mismo que ahora gobierna el opositor de Chávez, Henrique Capriles). Estos cargos le dieron a Cabello oportunidades de hacer negocios siniestros con sectores castrenses y boliburgueses.
Toda situación bicéfala trae conflictos. Es imposible imaginar coincidencia de pensamiento plena, y mucho menos cuando sabemos que cada una de estas cabezas se orienta hacia intereses contrapuestos. En una república, el poder unitario de un jefe de estado se inventó para resolver la propensidad hacia el conflicto dentro de las corrientes de un mismo grupo gobernante. En una república bicéfala, por definición, no hay dicho ente unitario.
¿Qué pasará cuándo Maduro y Cabello empiecen a diferir? Nadie sabe. Una cabeza hará consultas con los ideólogos radicales castrófilos del mundo; la otra se comunicará con élites legislativas, castrenses y empresariales. Con orientaciones contrapuestas y sin árbritro, parece difícil imaginarse que la nueva república bicéfala será capaz de garantizar la unidad revolucionaria que Chávez siempre quiso dejar como legado.