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Venezuela mesiánica



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Los venezolanos siempre se han vanagloriado de su “sentido del humor” para superar adversidades. No es una sobrevaloración: vivir en una crisis perenne, a pesar de la riqueza nacional, requiere mucho más que un simple buen talante.

Es comprensible, entonces, que el 5 de marzo, en el primer aniversario de la muerte del presidente Hugo Chávez, una de las noticias más tuiteada fuese: “Se cumple un año del día que dijiste ‘cualquier cosa es mejor que Chávez,’” parodia del site de notas falsas “El Chiguire Bipolar.” Fiel a su estilo, “El Chiguire”–como es conocido en Venezuela–puso el dedo en la llaga con la sátira, claramente crítica a la oposición radical.

El chiste viene como anillo al dedo en el contexto actual. Durante un mes, centenas de personas han salido a las calles para mostrar su descontento con el Gobierno nacional. En manifestaciones improvisadas, golpeando ollas, administrando barricadas, quemando basura o simplemente elevando carteles, los manifestantes sólo piden una cosa: la salida inmediata de Nicolás Maduro, presidente y heredero político de Chávez.

No es que no existan motivos de sobra por los qué protestar en Venezuela. Su capital, Caracas, es la sexta ciudad más cara del mundo, según reveló el reciente análisis Costo de Vida Mundial 2014, producido por la revista inglesa The Economist. El informe evaluó los precios de 160 productos y servicios en 140 ciudades, y concluyó, entre otras cosas, que Caracas es tan cara como Tokio.Es probable que sea el único renglón en el cual ambas urbes pueden empatar, siendo que la principal ciudad del país caribeño tiene una tasa de homicidios de 118 por cada 100 mil habitantes, una inflación superior al 50% y un índice de escasez de productos de 28%. El resultado obedece a las distorsiones económicas impuestas por el sistema cambiario donde un dólar en el mercado negro se vende 10 veces más caro que uno en el mercado oficial. Para que quede más claro, los venezolanos pagan, a precios de primer mundo, una vida llena de limitaciones y sin elementales garantías de seguridad personal.

Cuando Chávez entregó el gobierno, en diciembre de 2012, la inflación estaba en 20,1%, el índice de escasez cerraba en 16,3% y la tasa de homicidio rondaba en 56 casos por cada 100 mil habitantes. Las matemáticas no mienten: la entonces grave situación económica y política de Venezuela se ha deteriorado de forma progresiva desde la salida del líder, pero contrario a lo que piensan los adeptos de la llamada revolución bolivariana, no ha sido consecuencia de la muerte de Chávez, y sí producto de más de una década de malos manejos administrativos y del uso de los recursos nacionales para el financiamiento de un proyecto político individual.

No es acertado decir que Chávez creó la brecha social que quiebra a Venezuela en dos partes irreconciliables. Esas diferencias estaban allí, sutiles, pero a flor de piel. Percibir esos tácitos rencores primero que otros, y azuzarlos a conveniencia, fue la ventaja que el fallecido presidente siempre llevó sobre sus opositores.

Chávez entabló un vínculo emocional con sus seguidores tan sólido que a un año de su muerte, aún defienden con fiereza el proceso, pese a los errores y a la falta de carisma de su sucesor. Varios líderes adversos al proceso vieron caer en picada sus carreras políticas por no conseguir comprender la enseñanza más básica de la era chavista: un país de pobres no se gobierna sin los cerros.

En los tiempos que corren, quien no perdió un familiar en manos de la violencia, debe haber sido, al menos, asaltado: un carro, los ahorros o, por la medida corta, el teléfono. Todos, a excepción de funcionarios de gobierno o grupos privilegiados, enfrentan horas de filas para comer y amplias limitaciones en su cotidianidad.

Debido a la incapacidad para controlar la escasez e incentivar la aporreada cadena productiva nacional, la sede de la principal reserva de petróleo del mundo podría comenzar a utilizar una tarjeta de control para comprar alimentos, según informó el propio Maduro. Contrario a lo que el Gobierno revolucionario pregona, los problemas económicos y sociales—entiéndase la inexistente calidad de vida—golpea con más fuerza a las clases media y baja.

Pero, a pesar de que la frustración abraza casi cualquier rincón de Venezuela, y de que nadie consigue capitalizar el sentimiento de forma rotunda, el diálogo sigue sin ser una opción, ya un pacto político es impensable. Todos parecen soñar con una solución mágica, un truco de prestidigitación que elimine a la otra mitad del país en un  pestañear. 

“El anuncio de que éramos un país petrolero creó en Venezuela la ilusión de un milagro. Creó en la práctica la cultura del milagro,” escribió en alguna oportunidad José Ignacio Cabrujas, un dramaturgo y analista político venezolano.

Durante la crisis de los años 80, el milagro se llamaba Carlos Andrés Pérez, ex presidente socialdemócrata quien encarnó la llamada “era saudita,” cuando la renta petrolera inundaba a Venezuela de dólares. La luna de miel acabó bien al comienzo de su gestión, era un país desfalcado. Ante el hallazgo de que el mandatario no tendría más conejos que sacar del sombrero, se llegó a la conclusión que parecía más obvia: Cualquier cosa sería mejor que Pérez. Era?

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Paula Ramón is a contributing blogger for AQ Online. She is a Venezuelan journalist based in Brazil.

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