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Centroamérica sigue tan violenta como siempre. ¿Cómo podría cambiar?

Reading Time: 13 minutesA tres décadas de las múltiples guerras que sufrió la región, en el Triángulo del Norte de América Central hay tanta violencia como siempre. ¿Qué se necesita para abrir una nueva era de paz y prosperidad?
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Saul Martinez

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La primera vez que intenté visitar Suchitoto era una ciudad en estado de sitio. Las guerrillas de izquierda que controlaban el cercano volcán Guazapa estaban tratando de correr a los militares. Tres cuartas partes de sus 40.000 habitantes habían huido o muerto. La vida era miserable para los que se quedaron en medio de los sabotajes que cortaron la electricidad y el abastecimiento de agua durante dos largos años. Las carreteras alrededor de la ciudad estaban minadas y el servicio de autobuses suspendido. Aunque a sólo 30 millas (48 km) de San Salvador, Suchitoto estaba esencialmente aislada del resto del mundo.

Yo era un joven reportero que cubría las guerras de América Central en la década del 80. No creo que nuestro coche alquilado con su cartel de “prensa internacional” hubiera podido sortear los obstáculos. Y tal vez fue lo mejor. Una noche, en nuestro camino de regreso a la capital, fuimos parados por un grupo de milicianos gubernamentales, evidentemente ebrios, blandiendo sus fusiles y maliciosamente amenazantes. Unas semanas más tarde, las tropas secuestraron un grupo de periodistas holandeses que trataban de hacer contacto con la guerrilla. Nuestros colegas nunca volvieron.

Hoy, a primera vista, Suchitoto parece haber dejado atrás ese sangriento pasado. Tal vez improbablemente, ahora es una de las localidades turísticas más conocidas de El Salvador. Han surgido pequeños hoteles, cafés y galerías de arte. Durante una visita en enero, vi una iglesia blanca brillante y calles adoquinadas. Escolares con uniformes pulcramente planchados rodeaban puestos de venta de papaya y sandía en tajadas, mientras un campesino en un ancho sombrero de paja trotaba su caballo.

Shiori Seo, una cooperante de 23 años, de Tokio, se encontraba en su primera semana de clases en la escuela de idioma Pájaro Flor y estaba obviamente encantada por el lugar. “Los edificios antiguos, el lago y la gente es ¿cómo lo dices? muy amable”, dijo, riendo, exhibiendo su recientemente adquirido español como una referencia.

Si se explora un poco más profundo, sin embargo, uno descubre rápidamente que gran parte de Suchitoto es tan problemática como lo era en aquel entonces. Sí, el centro es bastante tranquilo. Pero en los márgenes más pobres la ciudad, dos pandillas armadas –Mara Salvatrucha y Barrio 18– están envueltas en una guerra territorial que ha convertido El Salvador en el país más peligroso del mundo –sin contar Siria. Las pandillas, conocidas como maras, operan con impunidad y extorsionan a muchas empresas con “impuestos de guerra”. “Si uno se atreve a denunciar este tipo de situación, lo matan”, me dijo un hombre de negocios, pidiendo que reservara su nombre. “Uno prefiere pagar […] y seguir trabajando. Es como una peste, una plaga social. Todos lamentamos cómo se perdió el control”.

Con este nivel de violencia e impunidad, a los buenos proyectos no les resulta fácil sobrevivir. Incluso las ideas empresariales más prometedores tienden a marchitarse. En Suchitoto, restaurantes y operadores turísticos se han desmoronado. Los guías turísticos han dejado de visitar algunos puntos de interés –como es el caso de una cascada local– sin protección policial. La escuela Pájaro Flor, que desde sus inicios, hace ocho años, se benefició de las agencias internacionales que envían allí a sus voluntarios, está en graves problemas. Nadie se ha inscripto para tomar clases una vez que Seo, la estudiante japonesa, y sus colegas, completen sus cursos. Nelson Melgar, director de la escuela, está desesperadamente decepcionado. “Es muy triste para nosotros, la generación que nos tocó vivir una guerra”, dijo.

Confieso que también fue triste para mí. Empecé mi carrera periodística en América Central en un momento en que estaba sacudida por una terrible violencia. Hubo muchos cambios positivos desde entonces, pero durante el viaje de trabajo de tres semanas por los países que componen el llamado Triángulo del Norte de la región, fue sorprendente ver en qué medida el miedo, la inseguridad y el derramamiento de sangre siguen dominando la vida de la gente común. Pasé una semana en cada país, Guatemala, El Salvador y Honduras, y traté de verlos más allá de los bastante estrechos centros urbanos de clase media que tienden a dominar las percepciones internacionales.

¿Qué futuro tienen por delante? Cualquier cosa parece posible.

Al igual que en la década de los 80, la crisis no siempre es inmediatamente evidente para el visitante. El corazón de la clase media de San Salvador a menudo parecía suficientemente tranquila durante mi primera visita. Cuando volvíamos de nuestras coberturas, nos alegraba comer pupusas y paella casera y beber cervezas Pilsener en los pequeños y atractivos restaurantes que se amontonaban alrededor del Hotel Camino Real, que era donde la mayoría de los periodistas solíamos quedarnos. Esa zona es ahora comercialmente más agresiva, llena de centros comerciales y restaurantes de comida rápida; las carreteras tienen un tráfico mucho pero mucho más denso.

No se siente particularmente peligroso, pero algunos comentaristas dicen que la situación es aún más grave que en los 80. Uno de ellos es Joaquín Villalobos, uno de los principales comandantes del Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional (FMLN), el grupo guerrillero de izquierda que durante la época luchó contra las fuerzas armadas apoyadas por Estados Unidos hasta llegar a un punto muerto. “[Mucha gente está haciendo dinero en medio] de una gran tragedia social. La peor de nuestra historia”, dice Villalobos, que se separó de sus antiguos compañeros del FMLN en los 90 y ahora es consultor en Gran Bretaña. “[Es] mucho peor que la guerra, porque hay menos esperanza. [La guerra] era una violencia organizada. Esto es caos y anarquía”.

Villalobos dice que su país está viviendo un ciclo vicioso. El bajo crecimiento económico conduce a una alta tasa de desempleo, lo que lleva a las personas a abandonar el país. Los que se quedan dependen en gran medida de las remesas, el dinero que sus familiares envían a casa. Mientras tanto, miles de jóvenes, incapaces de encontrar trabajo y, a menudo viviendo en familias rotas por la partida de los jefes de familia, dependen de las maras para un ingreso básico. La inseguridad resultante deprime aún más la actividad económica y conduce a una mayor emigración, y así sucesivamente. El asunto es especialmente agudo en El Salvador, pero el mismo ciclo es visible también en Honduras y Guatemala.

La falta de recursos en el sector público ha empeorado las cosas. Uno de los resultados es una policía sin fondos ni personal suficientes, que a menudo es invisible en las zonas más pobres. Elsa Ramos, socióloga de la Universidad Tecnológica de San Salvador, encuestó el año pasado a 747 migrantes que habían sido repatriados. De ellos, 42 por ciento dijo que se había ido a causa de la amenaza de violencia, en comparación con sólo 5 por ciento que había dado esa respuesta en 2013. “Es una situación perversa”, dice Villalobos. “Cuando llegas parece estable. Sin embargo, las pandillas están donde hay pobres y no hay autoridad”.

Las pandillas son en sí un legado de la turbulencia. Muchos de quienes emigraron a Los Ángeles en los 80, o sus hijos, fueron deportados de regreso a América Central a partir de los 90. Volvieron con la cultura de las pandillas de Los Ángeles, incluidos los tatuajes y una inclinación por los ajustes de cuentas. “La policía dice: ‘Las pandillas no tienen control y nosotros entramos a las comunidades’. Pero, como dice un ciudadano que vive en esas comunidades, el tema es que ahí tenemos ‘una dictadura criminal’”, señala Estela Armijo, una ex policía que ahora trabaja como consultora.

Si el combustible de la violencia en la década de 1980 fue la ideología, hoy lo son el crimen organizado y –en gran parte de la región– las drogas. La intensificación de la guerra contra las drogas en Colombia y luego en México llevó a un cambio en las rutas de exportación. Con sus interiores y sus costas caribeñas débilmente vigilados, además de funcionarios fácilmente corruptibles, Honduras y Guatemala se convirtieron en estaciones de paso de primera importancia para los narcóticos en camino a Estados Unidos.

En busca de soluciones

Afortunadamente, también se han producido numerosos acontecimientos positivos en los últimos 30 años, algunos de los cuales no han recibido la atención internacional que merecen.

Cuando visité por primera vez la región, en la cima de la Guerra Fría, América Central se caracterizaba por dictaduras o por democracias extremadamente débiles. Hoy en día, todos los países del subcontinente son democracias. Hay una pluralidad recién descubierta que es innegable y que ya está teniendo consecuencias positivas en la vida real.

Es el caso de Nineth Montenegro, quien se lanzó a la actividad política cuando su marido fue asesinado por militares guatemaltecos en 1984. En los años que siguieron, apenas escapó de su propia muerte. Hoy en día, integra la izquierda moderada del Congreso, que funciona a sólo una cuadra de los edificios donde los “subversivos” eran torturados.

El año pasado, Montenegro jugó un papel destacado en la investigación contra la corrupción que finalmente llevó a la caída del entonces presidente Otto Pérez Molina. En la mañana que vi a Montenegro, varios militares de alto rango que habían dirigido la represión de los 80 fueron detenidos como parte de la campaña contra la corrupción. “La Guatemala que usted conoció hace tres décadas ya no existe”, me dijo.

En algunos aspectos, las economías de la región también han cambiado para mejor. A comienzos de los 80, la entrada de divisas de América Central era fuertemente dependiente de un puñado de cultivos tropicales. En estos días, los ingresos de la agricultura tropical son pequeños comparados con un sector de maquila que importa partes y componentes, los ensambla y exporta los productos terminados, principalmente a EE.UU. Unas 350.000 personas en los países del Triángulo están empleadas en este tipo de plantas. Durante la última década, el valor de las mercancías exportadas desde el Triángulo se ha incrementado en más de 70 por ciento.

Aun así, el ritmo de progreso de América Central en las últimas tres décadas ha quedado significativamente retrasado respecto de otras regiones de América Latina. Juan Carlos Zapata, director de Fundesa, una organización empresarial de Guatemala, dice, asombrosamente, que en su país la productividad del trabajo no ha aumentado en absoluto desde 1978. Eso se traduce en desempleo, bajos salarios y una serie de otros males económicos.

Cualquier solución a los males de la región debe hacer frente al problema de la masa de desempleados jóvenes que son inducidos a emigrar o a unirse a las pandillas. Los funcionarios –jóvenes, tecnocráticos– de las capitales de estos países, lo saben. Mientras tanto, hay una próxima oportunidad.

El paquete de ayuda de US$750 millones que los países del Triángulo del Norte negociaron con EE.UU. es inferior a lo que la administración de Obama buscaba en un principio. En comparación con los dos últimos compromisos y el dinero prometido en otras partes del mundo, es modesto. Sin embargo, es un paso inicial importante. Entonces la pregunta es, ¿en qué deberían enfocarse los fondos?

Islas de excelencia

Es cierto que hay algunos aspectos positivos como punto de partida, incluyendo la rápida expansión de los teléfonos móviles y las finanzas, la manufactura y el reciente éxito de la tercerización de negocios. Sin embargo, si se considera seriamente la miríada de desafíos que la región tiene por delante, está claro que la agricultura será una parte absolutamente crítica para el futuro del Triángulo del Norte.

Leonardo López, que cultiva maíz y café cerca de San Martín Jilotepeque, Guatemala, va a quedarse donde está, por el momento, pero dice que muchos de sus vecinos ya han vendido sus tierras, a menudo para invertir ese dinero en un nuevo coche o una moto. “Uno tiene que comenzar con la agricultura porque estas zonas rurales son las que están expulsando gente”, dice Víctor Umaña, un profesor de la escuela de negocios INCAE en San José, Costa Rica.

Un enfoque posible para los esfuerzos de cooperación sería apoyar un cambio en los métodos de cultivo que está ayudando a los agricultores de subsistencia a hacer frente a las lluvias menos predecibles. Más allá de eso, América Central probablemente podría hacer más para explotar su potencial como productor de cultivos mano de obra intensivos pero de alto valor, como verduras, frutas y café o cacao de alta calidad.

He encontrado un buen ejemplo en la Cooperativa Cuatro Pinos en Santiago Sacatepéquez, a una hora de la ciudad de Guatemala, que cada año exporta más de US$30 millones en alubias y otras legumbres. En la mañana que visité la planta de temperatura controlada en Santiago, decenas de mujeres mayas kaqchikeles con overoles azules, pañuelos blancos en la cabeza y máscaras faciales, cortaban, lavaban y empacaban cuatro variedades de mini zanahorias.

La cooperativa genera trabajo en una escala mucho mayor, ya que más de 3.000 proveedores asociados de 16 de los 22 departamentos del país se ganan la vida con la empresa. “Todo se hace a mano. Creamos una gran demanda de mano de obra”, dice Tulio García, que puso en marcha el negocio a finales de los 70 y ha sido su director durante los últimos 15 años.

El grupo, que es propiedad de sus 560 miembros, ha hecho mucho para promover el bienestar social, por ejemplo, mediante subsidios de educación a las familias de los empleados y los asociados, que a menudo pertenecen a comunidades indígenas desfavorecidas.

Otra compañía que genera el mismo tipo de avances es Agrolíbano, un exitoso exportador de melón de Choluteca, un departamento sureño de Honduras. En los 80, Choluteca fue el centro de una industria del algodón que se hizo desastrosamente dependiente de la aplicación intensiva de pesticidas químicos. Ahora, Agrolíbano ha desarrollado sofisticadas técnicas “cuasi orgánicas” de control de plagas que le permiten cumplir las normas europeas más exigentes y diversificar sus mercados más allá de EE.UU.

Un gran reto para la réplica de estos casos de éxito es la educación. Sin ella, los países pueden carecer de una población rural capaz de aplicar de mejor manera tecnologías y métodos de gestión avanzadas. Uno de los ejemplos más alentadores que me encontré fue en la Universidad Nacional Autónoma de Honduras. Bajo su actual rectora, Julieta Castellanos, una socióloga que se hizo cargo en 2009, el orden ha llegado a la gestión de la enseñanza, las tasas de fracaso de los estudiantes se han reducido a la mitad y se ha hecho un uso mucho más eficaz los fondos de inversión, con planes para construir pabellones deportivos y otras instalaciones que efectivamente se han concretado. Torres dice que ha habido cierta resistencia por parte de los sindicatos de maestros, pero “estamos claros, no puede haber populismo académico”. Eso no ha sido fácil recuerda, porque hubo “una gran resistencia”. “¿De quién es la universidad? ¿De los docentes? No. ¿De los trabajadores? No. ¿De los funcionarios? No. La universidad es del conjunto de la sociedad”.

Desafíos de seguridad

Las inversiones en ese tipo de proyectos podrían conseguir mucho. Pero después de las tres semanas en el Triángulo del Norte, y tras hablar con decenas de personas, una verdad general me había quedado clara: del mismo modo que la paz era esencial para el progreso en los 90 y los 2000, la seguridad –incluyendo sistemas judiciales y policías eficaces– es hoy un requisito para un mayor avance. Como dice Villalobos en relación con El Salvador: “Nada es posible en El Salvador si antes el Estado no toma control, si no establece su autoridad en los barrios, en todo el territorio nacional”.

También en este caso hay algunos signos positivos. En Guatemala y Honduras, las tasas de homicidio han disminuido y algunas instituciones han mostrado una considerable independencia y coraje. En Guatemala, los avances culminaron el año pasado con la destitución de Pérez Molina y su vice, Roxana Baldetti.

También ha habido mejoras en la acción policial que se remontan a mediados de los años 2000, cuando se tomaron medidas para fortalecer la Procuraduría General y reformas legales que facilitan el uso como pruebas de evidencias forenses e intercepciones telefónicas. En Guatemala, “[algunas] estructuras criminales han sido desarmadas y las tasas de criminalidad, aunque alta, está cayendo”, dice Arturo Matute, investigador del International Crisis Group (ICG).

El avance de Honduras es más reciente. Bajo el presidente Juan Orlando Hernández, una serie de poderosos grupos organizados de narcotráfico, incluyendo “los Valle” y “los Cachiros”, han sido desarticulados. Al igual que Colombia, que abordó con éxito el tráfico de drogas en los años 90 y 2000, Honduras ha sido ayudada por un tratado de extradición que le ha permitido pedir la asistencia de EE.UU. en la batalla contra los jefes de la droga. Las tasas de homicidios se han reducido drásticamente, cayendo a 57 por cada 100.000 habitantes en 2015, más de 20 puntos por debajo de 2014.

Las tasas de asesinatos pueden haber caído, pero la extorsión es ubicua tanto en Honduras como en Guatemala. Una persona que dirige una empresa de taxi en Nueva Suyapa, Tegucigalpa, me dijo que tiene que pagar tres extorsiones diferentes cada semana. Los US$45 mellan significativamente los ingresos de su familia.

Tampoco hay señal alguna de mejora en los suburbios pobres de la ciudad de Guatemala, donde las pandillas parecen llevar la batuta. Esas “son zonas fuera de control, es otro país, allí no entra la policía”, dijo Edgar Gutiérrez, coordinador del Instituto de Problemas Nacionales de la Universidad de San Carlos de Guatemala. Gutiérrez citó una investigación reciente de una antropóloga entre chicos de 9 a 14 años como reflejo de los efectos de la delincuencia sobre las actitudes de los niños. “Hace treinta años, ante la pregunta sobre lo que aspiraban a ser de grandes, dirían (que querían ser) un profesor o un médico. Ahora la gran mayoría quiere ser líderes de una pandilla”.

Tanto en Guatemala como en Honduras aún queda mucho por hacer en la lucha contra la corrupción. A pesar de la destitución del presidente el año pasado, las autoridades de Guatemala todavía tienen que introducir cambios en la agencia tributaria y aduanera que estuvo en el centro del escándalo. Los ingresos tributarios no han aumentado después de los cambios, lo que sugiere que las estructuras y las prácticas subyacentes dentro de la agencia permanecen intactas. “Han cortado las cabezas”, dice Juan Carlos Zapata de Fundesa, que ahora presiona al nuevo gobierno por más cambios en el personal de alto nivel.

Pensando en soluciones

La policía comunitaria del tipo que se ha desarrollado en Nicaragua es parte de la solución. Pero es mucho más difícil de implementar en El Salvador, donde los avances han sido más difíciles que en los otros países. La política ha oscilado entre la supresión de la mano dura, que preferían los gobiernos de derecha de la década de 2000, y la negociación, inicialmente favorecida por la izquierda tras su llegada al poder en 2009. Una tregua derivó finalmente en una mayor violencia y desde entonces ha dado paso a una política de represión pura y simple, que José Miguel Cruz, profesor de la Universidad Internacional de la Florida, describe como mano brutal. “Están permitiendo que la policía y el ejército disparen primero y pregunten después. No afrontan ninguna responsabilidad”.

Villalobos, el ex guerrillero, cree que con 25.000 agentes de policía para enfrentar a tantos como 65.000 integrantes de las maras, sólo un aumento radical en la cantidad de policías hará una diferencia. Él ve una solución similar a lo que el ex presidente Álvaro Uribe hizo en Colombia, el fortalecimiento del Estado y la extensión de su control a todos los confines del país. “La solución reside en la multiplicación de las capacidad del Estado, coercitivas y preventivas. El problema es tan grave que El Salvador ya no puede defenderse con la cantidad de policías que tiene. Se necesita el doble, incluyendo categorías de policías de barrio que recuperen las comunidades”.

Una solución de ese tipo implicaría dos cambios. El primero sería el aumento sustancial de los impuestos que recaudan los gobiernos del Triángulo del Norte, para poner sus recursos en línea con los de sus pares en otras partes de América Latina. El segundo cambio sería una mayor confianza entre las comunidades, las autoridades y las fuerzas de seguridad. En los países con una herencia de divisiones y luchas que se remontan a los 80 y más allá, ese podría ser el mayor de todos los desafíos.

Photo Credits: Foreign correspondent IDs courtesy of the author; bridge archived photo courtesy of the author; newspapers Marvin Recinos/AFP/Getty; Suchitoto John Coletti/AWL; Radio Venceremos courtesy of the author; gun destruction Jorge Dan Lopez

ABOUT THE AUTHOR

Richard Lapper is a freelance writer and consultant who specializes in Latin America. He is an associate fellow at the Royal Institute of International Affairs in London and a member of the editorial board of Americas Quarterly. He held a number of senior positions at the Financial Times of London between 1990 and 2015 and was the newspaper’s Latin America editor between 1998 and 2008.

Richard Lapper is an independent journalist and consultant. He worked at the Financial Times between 1990 and 2015. He was the newspaper's Latin America editor between 1998 and 2008, headed up the FT's investment research service on Latin America from 2010 until 2015, and the entire emerging market research service between 2014 and 2015. Lapper was also Southern Africa burueau chief (2008-2010), capital markets editor (1994-1997) and financial news editor (1997-1998). Lapper began his journalistic career with the London-based Latin America Newsletter in 1980. He spent two years covering Central America between 1981 and 1982 and visited the region frequently in a freelance capacity during the rest of that decade.



Tags: Central America
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